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Que significa ir en moto por Alberto

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Que significa ir en moto por Alberto Empty Que significa ir en moto por Alberto

Mensaje por ADMNIPATRASMOTOCLUB Dom 30 Dic 2012, 9:32 pm

un pequeño relato de lo que significa ir en moto para mi
declárome alma paralela de Gontzo, forero de motos.net autor del presente texto, del cual sólo he cambiado los puertos y carreteras para empatizar con la sinergia de sensaciones en nuestra prodigiosa tierra perfumada por el azahar.



Porque quiero y porque puedo









Voy en moto porque quiero. Porque quiero y porque puedo. Porque en
mala hora descubrí que hay un diablo latente en mí, que quiere agarrarse
a un trozo de manillar y disfrutar de la física. Si el
amor es química y se disfruta, la moto es física y se goza
igualmente porque es parte de nuestra naturaleza y lo llevamos dentro,
en la sangre y lo que se lleva en la sangre no se puede eliminar
tan fácilmente. No existe una diálisis que me purifique la sangre y
me quite el latido polvoriento de un neumático agarrándose a un firme
negro que sube hacia un puerto de montaña. Uno
cualquiera, sea la carretera a Montanejos, Villatoya, la Chirrichana o el puerto que lleva a Guadalest, el coll de rates o a la Cueva Santa, dos carriles bien asfaltados, con curvas amplias y
despejadas, entre verde, gris y azul pero siempre por lo negro,
conmigo subido a mi veloz montura, tumbado sobre el depósito, con la
vista fija al final de la curva, la rodilla suspendida en el
aire, el cuerpo en un ligero escorzo, inclinando lo que todas las
fuerzas consienten, la fuerza de la gravedad, la inercia, el rozamiento,
la centrifuga y la centrípeta permiten a un tipo como yo
pasar ese giro a esa velocidad. Eso hago y continúo en busca de la
siguiente.




Así, poco a poco, a una velocidad de vértigo, encadeno kilómetros
desencadenando sensaciones inimaginables que latigan mis venas y sacuden
mis arterias, pidiéndole a mis puños más aire para unos
pulmones que gritan desaforados, en silencioso contraste con el
rugido de un motor a altas vueltas. Es un torrente de sensaciones que me
dilatan las pupilas para intentar ver más allá, más lejos.
Nadie me pide que lo haga pero tengo la necesidad perentoria de
liberarme a través de las explosiones de unos pistones. Ni siquiera
sabía lo que tenía por delante cuando escogí, instigado por mi
padre, comprar una moto como respuesta a una necesidad innecesaria
como tantas que tenemos hoy en día. Poco a poco me fui sumergiendo en un
mundo en el que el tiempo corre de otra manera, en el
que la gente que te adelanta o con la que te cruzas te saluda, a la
antigua usanza, como en los pueblos pequeños, en los que cualquier
vecino es un conocido. Desde la pantalla de un casco, con el
ruido del viento circulando alrededor de mi casco amortiguado las
cosas se ven y se sienten de otra manera, vestido de cuero o cordura, la
que me falta cuando veo una negra serpiente sinuosa con
una raya blanca en la espalda, todo el que lleve otro casco es un
conocido al que asistir y saludar cuando lo avistas. Si hay tiempo para
ello entre toda la sucesión de gestos que convertidos en
costumbre por la fuerza de la repetición se realizan para tomar una
curva, como en un baile, intento negociarla según los parámetros
correctos: levantar el cuerpo, soltar gas, apretar embrague,
bajar una marcha, golpe de gas, soltar embrague, comenzar a frenar,
colocar el cuerpo hacia el lado de la curva, sacar la rodilla
perpendicular al suelo, apoyar el muslo en el asiento y descolgar
el resto del cuerpo, asegurarse de que los pies están bien
colocados, dejar de frenar, reducir otra marcha si es necesario y
mediante el cuerpo, tirar la moto abajo, mirando siempre hacia el
horizonte de la curva para salir de ella acelerando suavemente pero
con contundencia por la trazada correcta, levantando la moto, yéndome
hacia el límite de mi carril, una curva perfectamente
trazada que me hubiera podido dar un mundial de haberlo disputado. Y
a veces, cuando las cosas vienen mal, entonar la letanía del motero,
esa que reza, ya antes de tomar la curva, ay ay ay ay que
esta curva no la tomo, uy uy uy que nos salimos, uf uf uf uf, de la
que nos hemos librado. Respirar hondo si al final no ha sido tan grave y
tomarse la siguiente trazada con más cautela, cautela
que caerá en saco roto al cabo de unos pocos minutos, efímero tiempo
en el que se tranquiliza el corazón desbocado y se vuelve a desbocar el
espíritu.




Por todo ello cuando nadie me ve grito. Grito dentro de mi casco de
tanta felicidad que siento. Aunque nadie se dé cuenta, expreso mi placer
a voces, porque por algún sitio y de alguna manera
tienen que salir las emociones. En ese juego estoy ahora, con la
visera del casco levantada, dejando que el aire me despeine las pecas y
haga que mis ojos lloren, o quizás es la felicidad la que
me hace soltar dos gotas de agua salina que corren horizontales
hacia el suelo donde caerán como lluvia fina que no moja pero cala. Como
una botella de champán que se descorcha, así me salen las
carcajadas tras un rato de emociones.




Por eso todas las mañanas de sábado madrugo, esperanzado cuando levo
la persiana, dejo que el sol entre en mi cama y levanto la mirada a
medias tímida a medias desafiante al cielo.
Afortunadamente las más de las veces la bajo convencido de optimismo
y comienzo a medio esbozar la sonrisa que me acompañará mientras me
visto con el traje de rigor, cuero negro, botas, guantes,
espaldera, pañuelo al cuello, y me junto con otros como yo para
recorrer kilómetros sin destino porque todas las carreteras tienen un
sentido. Tras la parada de rigor en el bar para encontrarnos
y reconocernos, arrancamos todos juntos salimos en la mañana de
sábado como un escuadrón de cazas, agrupados todos en la ficticia línea
de salida de un semáforo, el sonido metálico de la primera
marcha engranándose en múltiples y muy diversas máquinas,
onomatopéyicamente complejo, irreproducible, irreflejable en un
pentagrama, una conjunción de sonidos graves, duros y metálicos, ocultos
entre los miles de sonidos que emanan de los motores junto con los
gases de escape. Y acelerar cuando el semáforo cambia al verde, y salir
cada uno a su ritmo hasta encontrar la formación
adecuada, en damero, recorrer campos y montañas, adelantar coches,
uno tras otro, con el zumbido, grave o agudo, de una motocicleta
acercándose, adelantando y alejándose, pequeña ya en la
proximidad, diminuta en la distancia, que se aleja más rápido de lo
que puede ir ningún automóvil. En cualquier rincón nos paramos, nos
quitamos el casco mostrando el peinado liso de los que
llevan la cabeza envuelta y disfrutamos del sol que no atraviesa la
piel, la del traje de moto. Nos merecemos un poco de sosiego tras tanta
adrenalina y gasolina. La parada forma parte de las
tradiciones moteras, tradiciones muy arraigadas, una sociedad
aparentemente cerrada pero que realmente no es tal, con normas no
escritas. En una vuelta al inicio, volvemos a nuestras ilusiones y
emprendemos el retorno a casa por el camino más largo, el que tenga
menos rectas. No es fácil encontrar tiempo para hacerlo pero si es
simple el encontrar razones. Me siento bien cuando abro las
piernas para abrazarla con todo el cariño del mundo, ya que es el
viento que borra mis preocupaciones, la esperanza de unos minutos de
felicidad. Es difícil de entender, sobre todo si no has
conducido una moto, pero cuando enfilo la puerta de salida del
garaje, o la del trabajo, siento como mis preocupaciones se pierden,
deslabazadas en la estela que voy dejando, mis penas se caen
por los agujeros de los bolsillos y así va clareando mi día,
arboreciendo de nuevo.




Por todo ello, en cuanto tengo algo de tiempo libre, me visto de
azabache y plata de luna y salgo a apaciguar mis demonios interiores a
lomos de una yegua sombría atravesando velozmente una
revirada carretera de una montaña cualquiera. Porque quiero y porque
puedo. Porque así soy feliz.
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